Conviene hacer una decodificación ideológica adecuada del “fenómeno Milei”, para entender en forma correcta qué es y hacia donde puede conducir a la política argentina. El producto mediático que representa y el show que montan los medios en derredor de su figura, suelen enturbiar una percepción adecuada del público para entender el verdadero papel que el gobernante al final va a representar.
Está claro que el personaje se lleva todos los adjetivos demonizadores posibles del lexicón político contemporáneo: nazi, neonazi, extrema derecha, ultraderecha, liberal, neoliberal, amén de muchos otros epítetos que no integran el menú de la ideología pero si del insultómetro vulgaris de la política.
El conocido proceso de conversión religiosa al Judaísmo que Milei vive en el plano personal, la sobreexposición pública del personaje con referencias permanentes al la Tradición judía y al Antiguo Testamento, sus evidentes vínculos con Israel y a comunidades tradicionalistas del Judaísmo, descartan de plano que Javier Milei pueda ser calificado con razón de “nazi” o “neonazi”, tal y como lo han tildado muchos operadores políticos, a lo que debe añadirse que en su narrativa no existe la más mínima mención de una cosmovisión racial de la política o traza alguna de supremacismo racial, lo que podría ubicarlo de modo razonable en esas coordenadas.
También le endilgan ser de un político de “extrema derecha” o de “ultraderecha”, lo que también parece exagerado en una Argentina donde sí existen polos históricos de extrema derecha y de la ultra, con los que el personaje no cuadra ni se acerca al estereotipo.
Los calificativos de “liberal” o de “neo liberal” podrían calzarle mejor, pero en puridad su personaje tampoco encaja de manera exacta en las definiciones clásicas de uno u otro, optando por una variante peculiar que es novedosa en la región.
De hecho, Javier Milei se define como “libertario”, término que desde el punto de vista etimológico significa “partidario de la libertad”, y ese ha sido el núcleo duro del mensaje que lo catapultó a la Presidencia argentina y el alma de su grito de guerra (¡Viva la Libertad, carajo!).
La noción de “libertarianismo” proviene de Inglaterra, donde comenzó a ser utilizada en el siglo XVIII por los “libertarian”, personas que se autoproclamaban partidarios de la libre elección, y en su posterior evolución es un término que se emparenta con el anarquismo y con el libertarismo, dos concepciones que pueden tener expresiones políticas disímiles, pero que en último término se emparentan en que ambas reafirman la libertad del individuo.
El término “libertario” por lo general se utiliza para defender el ejercicio del libre albedrío de las personas, sin confundir su utilización con el término liberal debido a las diferentes connotaciones que este concepto pueda tener en cada país.
Vayan dos casos a vía de ejemplo: un “liberal” en Estados Unidos define a personas escoradas a la izquierda política, mientras que en Francia a una persona que se basa en la tradición cultural de la Revolución Francesa y ubicadas por lo general en la centroderecha política, dos ubicaciones claras y divergentes.
La apropiación del concepto “liberal” en Estados Unidos a partir del gobierno Franklin Delano Roosevelt definitorio de “socialdemocracia” en términos social, económico y político, instaló en la década de 1940 entre los partidarios del liberalismo tradicional el uso del término “libertarian” como sinónimo de “individualista pro libre mercado”.
El diccionario de la RAE define al “libertario” como la persona que defiende la libertad absoluta, al punto de abogar por la supresión de todo gobierno, e incluso, de toda ley, lo que echaría luz sobre la definición que Milei a veces ha usado de ser un “anarcocapitalista”.
Fue en la década de 1980 durante el gobierno de Ronald Reagan que aparecieron en la góndola de las ideas pensadores autodefinidos como “anarcocapitalistas”, tal como fue el caso de Robert Nozick, uno de los que tuvo sonada influencia por esos años.
En “The American Heritage Dictionary”, de gran influencia intelectual en los circuitos conservadores estadounidenses, se entiende un “libertario” es una persona que defiende maximizar los derechos individuales y minimizar el rol del Estado.
El término en español -de hecho- tiene raíces propias, ya que se usa en forma más o menos corriente desde las últimas décadas del siglo XX, y cobró fuerza en varios medios de comunicación ya en los primeros años del siglo XXI.
Y por si faltaran nuevos términos para popularizar la idea de un Estado pequeño, Milei ha reiterado en más de una oportunidad que es un “libertario” de orientación “minarquista”, término que define a una filosofía política que propone que el tamaño, papel e influencia del estatal debería ser mínima.
Una minarquía es un modelo de Estado cuyas únicas funciones serían proporcionar a sus ciudadanos los servicios de policía, militares y tribunales que los protejan de las agresiones, el robo y el avasallamiento de la propiedad privada.
Una forma actualizada de referir a la idea original del “liberalismo juez y gendarme”, promulgada por el francés Montesquieu.
Para aquellos minimalistas de la doctrina, hay una diferencia importante en estos términos, ya que mientras los “libertarios” propugnan por un Estado que proteja la libertad individual sin que éste la violente, los “anarcocapitalistas” entienden que el propio Estado ya es una violación de la libertad individual, y por ello no debería existir.
De modo que los “libertarios minarquistas” propugnan un gobierno mínimo que es condición necesaria para preservar la libertad negativa, que incluye la neutralidad de las leyes y las invasiones de ejércitos de Estados no minarquistas.
Esta teoría política deriva de la tradición antiestatista que promueve la abolición de la mayor cantidad de funciones estatales posibles, y su denominación fue acuñada por el anarquista de mercado Samuel Konkin en 1971.
La disquisición es importante, ya que si bien el político ascendente Javier Milei, en su necesidad de provocar un cierto escándalo con los términos para favorecer en campaña su visibilidad política, en alguna oportunidad dijo comulgar una ideología “anarcocapitalista”, pero una vez que llegó al sillón de Rivadavia bien se ha cuidado de reiterar su vocación “minarquista” y nada más.
Desde el punto de vista de su prédica, realizada en sus inicios del periplo político que lo catapultó a la Presidencia de la República Argentina, Milei ha debido pulsear entre mantener el dogmatismo doctrinal de la primera hora o adaptar su narración ideológica a los requerimientos de la realidad.
La urgencia económica que enfrenta a diario, le obliga a correr todos los días un poco más hacia adelante, y a jugar su mano de naipes redoblando la apuesta.
Los que desde acá saludan su radicalismo a la hora de negociar, no advierten que su estilo es más tributario de la desesperación que de la audacia, porque Argentina atraviesa en este instante momentos sociales muy duros y una importante mayoría popular obtenida en legitimidad, espera tenga éxito y lo observa con lupa.
Pero no tiene consigo un cheque en blanco, sino un contrato con fecha de caducidad.
Ahora está en su tiempo de negociación política, a su estilo, con fuegos de artificio y por posteos rimbombantes en las redes, pero agotada esa etapa sabe que en un tiempo limitado aún más limitado, deberá imponer una política que enderece el barco.
Y ya lo ha dicho: será con el acompañamiento del statu quo político o sin él.