Alguien ha dicho con verdad que todo lo que Dios ha permitido que entre en la historia no puede borrarse. Tal lo que sucede con la Unidad de Destino de los hombres y las regiones de la Cuenca del Plata. Ella es indestructible porque hunde sus raíces en la Comunidad forjada en los siglos XVI y XVII, adviniendo con personalidad de Reino en 1776. La lucha contra los ingleses, y más tarde enfrentando a los liberales de las Cortes de Cádiz, que pretendían desconocer los Fueros de los Reinos Indianos, marcó, en Mayo de 1810, el inicio de un largo período en el que se combatió por la Patria Grande contra la balcanización y la rapacidad de los Braganzas. Fue la etapa de las Intervenciones Europeas y de hitos y holocaustos como el de Caseros, en febrero de 1852, y de las humeantes ruinas de la heroica Paysandú, cuando despuntaba el sangriento enero de 1865.
En ambos episodios el Imperio del Brasil dio un importante paso adelante en la consecución de los planes expansionistas concebidos por sus hábiles diplomáticos. Con Caseros, Río de Janeiro conquistó el primer plano en el continente sudamericano, rompiendo el equilibrio político. Allí cayó la sabia y prudente política rosista, por lo que la mayoría de los países sudamericanos fueron victimados por Itamaraty. Bastaba solamente considerar papel mojado los Tratados de 1777. Con ello mantenían una línea constante de la diplomacia lusitana, que no había respetado ni el acuerdo de Tordesillas, firmado en 1494, ni el de Permuta rubricado en 1750, ni los que selló veintisiete años después y que son conocidos como de San Ildefonso.
En todos se buscaba dejar de lado la “línea recta e incontrovertible” de Tordesilllas por la geodesia de difícil determinación y que “dejaba brechas para ulteriores invasiones”. Ya en el siglo XIX se burló de la Convención Preliminar de Paz de 1828, suscripta por presión del maquiavélico Mr. Ponsonby, donde se seccionó la Patria fundamentada en las realidades geopolíticas del viejo Virreinato. Hasta donde les convino, fueron al cesto de los incumplimientos los Tratados de 1851, con los que prostituyeron a diversos “próceres” para provocar la caída de Rosas.
Al mismo lugar de “llanto y rechinar de dientes” marcharon los Protocolos de 1864 y 65, con los que instrumentaba a la Argentina y a la República Oriental para una guerra a la que se fue sin Ejército, sin armas y sin dinero, y que solo interesaba a Pedro II. El camino había sido pacientemente preparado para aniquilar al Paraguay y “luego cortarle sendos costillares”. Los condenados eran los mismos López a los que el Carioca había atizado en 1842 contra la Confederación Argentina de Rosas.
Rumbo equivocado de una política que, cuando quiso ser rectificada, terminó en el horror del Aquidabán Ñu. Nada podía oponerse a los objetivos del Emperador masón y sus gabinetes Luzias o Sacaremas. Todo le significó en pocos años la incorporación de más de ochocientos mil kilómetros a lo heredado de Portugal.
En lo que a esta Banda respecta, hay que señalar que desde antes de la fundación de la Colonia del Sacramento el objetivo fue alcanzar la orilla izquierda del Plata. Respecto a la trascendencia estratégica de nuestra región, decía en un informe de 1816 Miguel de Lastarria, ex Fiscal de la Real Audiencia de Buenos Aires: “Su importancia, inadvertida por España, no lo fue en cambio por Portugal, porque en el Nuevo Continente no se encuentra otro ángulo más bien surtido y situado […] para hacer el comercio de África y de Asia, así como para utilizarlo en la salida al mar de San Pablo, Cuyaba, Matto Grosso, y también como «palanca» para trastornar toda la América del Sur”.
Como no podemos extendernos, y el documento publicado por los doctores Aníbal y Oscar Abadie lo amerita, prometemos ocuparnos del legajo en nota especial. Permanezcamos entonces en el camino trazado.
La caída de don Juan Manuel de Rosas y de Manuel Oribe le costó al Estado Oriental un disfrazado regreso a la época de la Cisplatina (1817-1824), amén de tener que aceptar la burla a los Tratados de 1777 y el retorcido desconocimiento de la doctrina romana del “Utis Possidetis”.
Con ello, la diplomacia fluminense “legalizó” la usurpación de una enorme porción del territorio Oriental, asumiendo además soberanía sobre los cursos de aguas fronterizos y levantando fortalezas en el interior.
Pero una situación imprevista provocó un cambio. En 1860, hombres de extracción oribista se hicieron cargo del gobierno uruguayo, lo que fue visto por Río de Janeiro como peligro potencial. La repetición de la antigua alianza del viejo partido Federal con los Blancos orientales podía ser una traba en la marcha del Imperio hacia Paraguay y Bolivia.
Mitre, presuroso, se prestó al juego de don Pedro y “pavonizó” al Estado Oriental enviando a Venancio Flores, su cuchillero de Cañada de Gómez.
El protocolo del 22 de agosto de 1864, firmado por José Saraiva y Rufino de Elizalde, es la prueba de la histórica ignominia. La invasión del Uruguay por el Imperio fue consumada con la colaboración diplomática y el apoyo logístico del cainita gobierno de Mitre. Varios miles de soldados brasileños y la flota de Tamandaré constituyeron una fuerza incontrastable. Paysandú resistió hasta el martirio, pese a no tener elementos de guerra proporcionados. Las ruinas Sanduceras simbolizaron la derrota de la Patria Grande. Las intervenciones brasileñas en el Plata siempre significaron las grandes desgracias nacionales, constituyendo esta vez la de 1865 y a plazos escalonados una derrota para sus actores.
En el Brasil ella se produjo cuando en 1889 un esotérico accionar de logias provocó la caída del Braganza y proclamó la República. Sin embargo, la nueva conducción, alejándose del “desorden producido por el cambio de la secular forma de gobierno”, mantuvo sabiamente a los aristócratas formados por la diplomacia Imperial. El designado para conducir a Itamaraty fue José Maria Da Silva Paranhos, Barón de Río Branco, tramoyista y deus ex machina de una política que alguien definió como la de besar la mano que se proponía cortar.
A comienzos del siglo XX, y con el respaldo de una poderosa marina, se enfrentó con el gobierno de Buenos Aires, cuya Cancillería era ocupada por Estanislao Zeballos. Río Branco buscó entonces el apoyo del gobierno de Montevideo, concediendo al Estado Uruguayo las aguas e islas de la Laguna Merim que se encontrasen al oeste de la línea media, y las del Yaguarón hasta el “talweg” en la parte navegable y hasta la línea media río arriba. La generosidad mostrada por quien era magnánimo con lo ajeno, mientras mantenía en su patrimonio noventa mil kilómetros cuadrados usurpados en 1851, no puede ser calificada sino como una de las simulaciones más inicuas de la diplomacia sudamericana. A nadie importó el triste pretérito y menos la burla tartufesca de 1909, para que en San Felipe y Santiago de Montevideo se dispusiera levantar un gran monumento al “personaje”. Ayer pasamos frente a los grupos alegóricos con el bajorrelieve del Barón. Volvimos a sentir el dolor del escarnio.